Me llamo Alfred y vivo en un pueblecito
de Francia.
Un día nos enteramos que había un
caserón abandonado y que estaba a una hora de camino. Pretendíamos
entonces ocuparlo. Debo confesar que, en la década de los ochenta yo
era el líder indiscutible de la pandilla. Y, lo era por ser el más
viejo de todos, podría tener unos treinta tacos mientras que los
demás tenían veinte o veinticinco. No sólo la edad era un factor
para que me convirtiera en el cabecilla de la banda, sino que también
le ganaba a cualquiera a pelear. Sí, ya sé que estoy presumiendo
demasiado y que en aquel tiempo sólo pensaba en hacer el vago, pero
es la pura verdad.
Teníamos un grupo de Rock duro y
necesitábamos un local para ensayar porque en el pueblo formábamos
mucho escándalo. Por si os pica la curiosidad, yo era el batería.
Los demás ya habían salido
andando, rumbo a la casa abandonada. Yo en cambio estaba tanteando
robar una moto e irme montado en ella; no tenía muchas ganas de
caminar. La "tomaría prestada", como se suele decir en la
jerga de la delincuencia, para tan sólo ir y volver.
Cuando llegué ya era casi de
noche, pero los chicos me esperaban allí:
- "Alfred, la
puerta está cerrada"
- "Trae una piedra, Carlos, hay
que partir el candado".- Respondí yo.
El candado saltó enseguida al tercer
golpe que le dí.
- "¿Y éste quién es?".-
Pregunté yo refiriéndome a un tipo que no había visto nunca.
-
"Nos lo encontramos en el camino. Le dijimos que se fuera pero
nos ha seguido hasta aquí".
Me quedé mirándolo, escupí al
suelo y dije:
- "Que entre pa' dentro también"
Normalmente solía rechazar a los
entrometidos, a los oportunistas, que deseaban unirse a nosotros sin
más ni más. Pero tratándose de que aquel viejo caserio no era ni
siquiera nuestro, lo dejé pasar. Aquel tipo apenas hablaba, creo que
nunca lo oí pronunciar palabra alguna. Vestía con ropa que ya había
pasado de moda: unos pantalones vaqueros de tirantes, debajo de los
cuáles llevaba un abrigo de lana deshilachado y de muchas franjas de
colores; unos zapatos "coreanos" desgastados,... Era
corpulento y su cara era la de un chaval tímido e incluso hasta
inocente.
- "Con esa cara y con esa
pinta de pelele que tiene, cualquiera puede gastarle una broma o
hacerle una putada. Lo único que nos faltaba, otro tontito más en
la pandilla. No tenemos ya bastante...".- Iba pensando yo
conforme entraba en aquel caserón abandonado.
Los muchachos llevaban linternas de
esas baratas y pequeñitas que lo que suelen alumbrar es dos
centímetros más allá de tu nariz. Pero para hacernos el avío,
creo que servían.
- "Ditry, alumbra aquí...
Eddie, alumbra allí...".- Así iba yo ordenando y mandando a
mis subordinados de la pandilla mientras observaba todo cuanto podía
alcanzar la luz de una linterna.
Íbamos recorriendo las viejas
estancias de la casa hasta que nos topamos en una habitación con una
caja de botellas de vino.
- "¡Ajá! ¡Cómo nos vamos a
poner, colegas! Saca tu navaja, Carlos, y descolcha unas de esas
botellas de licor. Estoy deseando echar un trago"
Todos
miraban perplejos cómo yo empinaba la botella y daba el primer
trago.
- “¡PUAGH! ¡Esto es matarratas. Está asqueroso!”.-
Exclamé escupiendo el líquido ingerido.
- “¡Grandullón, coge
esta maldita caja de botellas y sácala de esta puta cueva que me
está entrando fatiga nada más verla! ¡Qué asco!”.- Esta vez mis
órdenes iban dirigidas al integrante nuevo, al chaval raro que los
chicos se habían encontrado cuando se encaminaban a aquel lugar
olvidado de Dios. Observé de reojo cómo aquel tipo obedecía:
lentamente levantó la caja de botellas del suelo y sin decir nada se
la llevó fuera de mi vista. Esto me hizo pensar que si el tipo
obedecía sin rechistar, pronto se convertiría en uno más de la
pandilla. Siempre me habían caído bien los chicos que hablaban poco
y obedecían sin poner pegas. Más vale decir poco en vez de soltar
tonterías a cada momento por la boca.
Mientras me recuperaba de las
náuseas y de las arcadas que me habían ocasionado aquel líquido
putrefacto, Ditry, el más joven de los chicos me decía:
-
"Estarán caducadas. Eso es, esas botellas de vino estarán
caducadas"
- "Sí, lo más seguro, lo más seguro
--Respondí a la vez que me iba incorporando después de haber estado
un rato con las manos en las rodillas y escupiendo-- ¿Dónde se ha
metido el grandullón? Haze un rato que lo mandé a que tirara por
ahí las botellas y todavía no ha vuelto. ¡Ditry, Eddie, id a
buscarlo! ¡Malditos mocosos, no quedaros ahí mirándome como
pasmarotes, todos a buscarlo!”
Me preocupaba la tardanza de aquel
tipo, pero también deseaba que me dejaran tranquilo al menos por un
instante. No me gusta que me observen mientras me limpio los labios y
la boca con el pañuelo después de haber vomitado.
Al ratito escuché un grito de
espanto, un grito estruendoso y aterrador, que provenía de la
habitación del fondo. Era la voz de Carlos. Salí corriendo a su
encuentro. Los chicos estaban ya con él. Algunos de ellos alumbraban
con las linternas hacia el interior de la habitación. Al ver aquella
terrible y macabra escena se me erizó hasta el pelo del cogote. En
el suelo, en medio de la habitación estaba la caja de botellas de
vino y al lado, balanceándose el cuerpo de alguien pendiendo se una
soga sujeta a la viga del techo. Por lo visto, se había subido en la
caja de botellas, se había echado la soga al cuello y se había
ahorcado. Todavía no estaba seguro de si se trataba del grandullón.
Fui a por la moto que estaba afuera, la arranqué y montado sobre
ella me metí dentro de la casa. Quería alumbrar mejor con el foco
encendido de la moto aquella habitación. Cuando llegué los chicos
no estaban. Algunos los había visto irse corriendo a toda pastilla,
pero lo que en verdad me sorprendió es que, cuando alumbré el
interior de la habitación, allí no había nadie, tan sólo la soga
amarrada al techo. El pánico parecía apoderarse de mí. El miedo me
hacía temblar. Respiraba con intensidad y parecía que me faltaba el
aire. Ya con el motor en marcha salí como pude de aquella casa y me
fui para el pueblo. Por el camino me iba encontrando a los muchachos
que corrían como conejos asustados, escapando del peligro. Vi a
todos los de la pandilla, unos antes otros después, según iba
encontrándomelos por el camino; todos menos al grandullón.
En cuanto aparecí en el pueblo, me
dirigí a la comisaria de la policía local para explicar lo
sucedido. El policía que estaba haciendo guardia aquella noche, un
hombre a punto de jubilarse, se quedó estupefacto ante mi narración
de los hechos. Me contó que cuando él era niño, un chaval
corpulento y retrasado mental se había ahorcado en aquella casa, la
misma casa que mis amigos y yo pretendíamos ocupar.
(Autor: Marin El Punki - Perro Loko)